Detalle del retablo de la Iglesia de Santa María la Mayor de Valderrobres (Teruel). Obra de Nicolás Lobato.
La vida de los hombres en el siglo XVI, giraba en torno al campo y la sociedad se organizaba y estructuraba en torno a la tierra. La élite de la sociedad estaba constituida por los terratenientes -nobleza y alto clero-, que detentaban la propiedad de grandes extensiones territoriales y poseían gran parte del poder económico. A la vez, a la nobleza y a la Iglesia se les reconocía un importante papel social, político y cultural. En la base de la pirámide social estaban los vasallos. Entre señores y vasallos se encontraban hombres libres (pequeños propietarios, miembros de profesiones liberales, burguesía mercantil, artesanos, etc.)
La ciudad de Zaragoza era el principal centro artesano de Aragón. Punto de destino de muchos aprendices, tanto de los más diversos puntos peninsulares como de Francia y de otros países europeos. Los principales talleres se asentaban en Zaragoza, aunque sus miembros se tuvieran que desplazar a las poblaciones donde recibían los encargos.
Los artesanos también aspiraban al ascenso dentro de la sociedad. Así una gran parte de los aprendices eran hijos o familiares de los maestros. Cuando era posible, gracias a las relaciones endogámicas (como en el caso de las segundas nupcias de Nicolás Lobato, con Ana Peñaranda, que era hija del imaginero Miguel Peñaranda) trataban de reforzar su poder económico.
La mayoría de obras las encargaban o adquirían individuos de reconocido prestigio social, pero en Aragón los mecenas eran escasos. Los artesanos se aprovechaban del afán de riqueza-apariencia de estos, ya que el disponer de muebles de maderas nobles, lienzos o incluso capillas dentro de las viviendas, con todos los útiles necesarios para las celebraciones litúrgicas, eran muestra de religiosidad y de poder económico de los propietarios. La coyuntura económica era favorable, pero la falta de mecenas limitaba la producción y obligaba a los talleres a estar muy pendientes del monopolio de la demanda interior y de extender su influencia por otras zonas.
Los talleres eran empresas esencialmente familiares, a la que se adscriben aprendices y colaboradores. Muy excepcionalmente los talleres se instalaban fuera de la residencia familiar. En esta época no puede hablarse de una agrupación gremial de carácter medieval, pero si existe una cierta tendencia a avecindarse en un área comprendida entres las parroquias de San Pablo (como es el caso de Nicolás Lobato), San Felipe y San Gil. En el taller se lleva a cabo la totalidad de la obra que, una vez completada en sus diferentes fases, será asentada en su lugar de destino, como si de un mecano, en el caso de los retablos, se tratara. Había ocasiones en las que el obrador debía desplazarse fuera por simples razones de operatividad y economía de medios. Ello solía suceder cuando se acometían grandes retablos. Poco frecuentes eran los talleres itinerantes que mudasen sucesivamente la domiciliación de su obrador a las distintas localidades donde les llevaba el trabajo.
La herramienta, muestras y modelos constituían el capital básico del taller. Estas posesiones eran tan necesarias como el conocimiento del oficio para conseguir establecer un taller propio, lo que en absoluto quedaba al alcance de cualquiera. Estas posesiones incluso se dejaban en testamentos como herencia para que los hijos continuaran con la labor desempeñada por los padres. También el papel de las esposas era en ocasiones fundamental en el funcionamiento del taller. Intervenían en la administración económica de él e incluso, como en el caso de Nicolás Lobato y Ana Peñaranda, las esposas también aparecen frecuentemente relacionadas con la actividad artística de sus maridos.
Entre las herramientas que debía poseer cualquier taller de un maestro mazonero podríamos citar: Útiles de medición: Escuadras, reglas, cartabones y compases. Niveles y plomadas. Útiles para tallar la madera: Banco con gatos. Hachas, dextreles y azuelas. Garlopas, cuchillos de dos mangos y legañadores. Escoplos, formones, gubias de diversas bocas y formas. Limas, escofinas y colas de ratón. Sierras triscadas y al hilo, serruchos y seguetas. Mazos y mandarrias. Barrenas y berbiquíes.
También los talleres precisaban de la mano de obra que representaban aprendices y obreros. El aprendiz ingresaba en el taller mediante un contrato de aprendizaje en el que no había un tiempo fijo de permanencia bajo la tutela del maestro, pudiéndose establecer unos limites genéricos de tres a siete años. Durante ellos el mozo vive en casa de su mentor, quien ha de proporcionarle además comida y vestido o, en su defecto, una cantidad suficiente para su provisión. Eran dos los equipos de ropa que el maestro tenía que suministrar al mozo: uno durante la duración del aprendizaje y otro nuevo al final del mismo. Esta ropa solía componerse de capa, saya, camisola, calzas, “paños menores” y calzado.
Del taller de Nicolás Lobato también salieron nuevos artesanos como el zaragozano Pedro Villar, quien después se hizo cargo de las obras del trascoro de la Catedral de Barcelona.
El mozo se encargaba de las tareas más sencillas, recibiendo a cambio instrucción en el oficio. En realidad este tiempo de iniciación en las técnicas especializadas se limitaba a una pequeña fracción. Era una enseñanza más bien práctica basada en el manejo de la herramienta, métodos de talla, aplicación de las muestras y algunas clases de dibujo. A principios del siglo XVI el renombre de los talleres zaragozanos hizo que se convirtieran en solicitados centros de formación. En épocas de sobrecarga de trabajo, los talleres se veían obligados a la contratación de obreros, pero también se recurría a un tipo de acuerdos de cooperación, de carácter eventual, inscritos bajo el título de “capitulación” o “concordia” que se referían a tareas muy específicas. A pesar de toda la reglamentación legal que parece regularla, la vida en el taller, las relaciones entre sus miembros y con los otros obradores estaba llena de transgresiones a la norma, engaños, deslealtades y enfrentamientos mutuos que a menudo terminaban muy mal, de forma casi pendenciera. Así debía de ser la vida de aquellos individuos, capaces, por contraste, de crear las más bellas imágenes religiosas que hoy contemplamos.
En cuanto al aprendizaje de Nicolás Lobato, no existen datos de en donde se produjo. Lo que si podemos saber, según algunas fuentes, es que una vez asentado su taller en Zaragoza en 1525, como anteriormente mencionamos, se trasladó a Toledo entre los años 1530 a 1537 en donde podía haber perfeccionado su labor gracias a la cercanía con Alonso de Berruguete, dotando así a su obra de un aspecto mas miguelangelesco. Esta renovación ornamental en su estilo aplicado a las mazonerías, le acarrearon un indudable éxito, siendo el constructor de retablos preferido durante los años 40 por los más importantes pintores del momento en Aragón.
Nicolás Lobato, que no sabía escribir, supo posiblemente aprovechar su relación con ellos para incorporar al entonces ya tradicional repertorio ornamental de los retablos aragoneses renacentistas, toda una serie de motivos nuevos, que enriquecen las formas y aporta temas de carácter naturalista con un fuerte sentimiento dramático. El repertorio decorativo de Nicolás Lobato constituyó en buena medida una “bisagra” entre las decoraciones desarrolladas durante el segundo tercio del siglo XVI y el nuevo estilo ornamental que surge desde mediados de siglo.
Fuentes consultadas:
“La Escultura del Renacimiento en Aragón”. Museo e Instituto de Humanidades “Camón Aznar”. Zaragoza, 1993. Autores de los textos empleados: Federico B. Torralba Soriano, José Ignacio Gómez Zorraquino, María Luisa Miñana Rodrigo, Ángel Hernansanz Merlo.
Enrique Sancho Gutiérrez, enero de 2012.
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