jueves, 15 de julio de 2010

En la España del siglo XX, descendientes de moriscos practicaban costumbres musulmanas.


Hace 50 años podía verse en Azuara esta imagen de personas en cuclillas.

“Poblamiento del territorio de Azuara” llega a su fin. Este capítulo y otro más que sera el último, los dedico a demostrar que tras la expulsión de los moriscos hace exactamente 400 años, en España quedo sangre morisca, había, inevitablemente, cristianos que tenían parte de sangre morisca en las venas, que se quedaron y moriscos que no pudieron expulsar, también quedaron costumbres y la influencia de la lengua árabe.


Eugeni Casanova. La Vanguardia. 12/11/2006 //. Juan López González se postraba de rodillas mirando al este y tocaba repetidamente con la frente en el suelo. Al sol le llamaba a veces Mahoma. A menudo recitaba unas salmodias incomprensibles con un libro viejísimo en las manos, con tapas negras de madera, que escondía dentro de una talega en una viga. En Semana Santa, cuando por el pueblo desfilaban procesiones, él no probaba ningún alimento mientras hubiese luz natural. Esos días, colocaba un plato vuelto del revés en el umbral de la puerta de su cortijo: Un día que un vecino le preguntó porqué lo hacía, respondió ruborizado que era para que el plato se secase. "Es que estaba muerto de miedo, siempre se escondía y me pedía a mí que no contase nada de lo que le veía hacer -explica hoy su hija Venerada-; él y su hermano salían a rezar al campo, para que nadie les viese". Antes de comer, inclinaba la cabeza y susurraba una salmodia en la que repetía mucho Alá. Tenía expresiones propias: decía arua jimena (ven aquí) jarria (mierda), quém (perro)... "Es nuestra tradición -me contaba-pero eso no debes decirlo fuera de casa".
Juan López murió en 1986, cuando Vene, así la llama todo el mundo-contaba 31 años. Ella se fue entonces a trabajar a Francia. En su pueblo, Riópar, inmerso en la Sierra del Segura, se pasaban tiempos de estrechez. La mujer se llevó una sorpresa mayúscula en su lugar de trabajo cuando oyó que un compañero marroquí le decía arua jimena, como su padre. El marroquí le enseñó un Corán y Vene lo asoció inmediatamente con el librote que su padre bajaba con una pértiga de la viga. Llena de curiosidad, buscó el texto en español y comprobó que allí se citaban las uríes, otra palabra de su padre. Vene duda de que su progenitor entendiese gran cosa: "Se ponía las gafas y lo abría, pero yo le preguntaba cosas de él y no sabía responderlas".
Juan López fue quizás el último, pero no el único. Aurelio Amores, que nació en 1918, recuerda que en su juventud los más mayores de Riópar Viejo (el núcleo original del pueblo), donde él vivía, "adoraban al sol" al amanecer. "Se asomaban a los riscos de levante y se hincaban de rodillas y hacían reverencias", asegura. "No eran pocos; había, al menos, una docena", y repetían jati mali. Aurelio tiene bien claro porqué los viejos ejecutaban este ritual: "Era su religión, adoraban al sol como nosotros lo hacemos con Jesucristo". En ningún momento se le ocurre vincular estos actos con el Islam, del que él no tiene noticias. Dos generaciones anteriores a la suya estas prácticas estaban generalizadas en su vallé. "Mis abuelos me contaban que cuando ellos eran jóvenes había muchos viejos que se postraban mirando al levante varias veces al día", explica.


Riópar está situado en el sur de la provincia de Albacete, tocando a la de Jaén, en un valle cerrado al que sólo puede accederse a través de tres puertos situados entre los 1.100 y los 1.400 metros de altitud, nevados en invierno: "Hasta hace muy poco esto estaba perdido de la mano de Dios", explica Juan Valero Valdelvira, un empresario de 50 años que tiene una empresa de producción de maderas nobles. "Cuando yo era pequeño aún no había carreteras y la población vivía en cortijos diseminados por el monte; está claro qué aquí no llegó la inquisición y en el momento de la expulsión en 1609 los musulmanes nativos no fueron molestados".
El padre de Juan Valero era matarife y él le acompañaba por los cortijos de la sierra a hacer su trabajo. “Estuviera donde estuviera la casa siempre situaban la mesa de la matanza encarada al este, con una desviación de cinco grados hacia el sur, exactamente la dirección de La Meca. Yo me di cuenta de eso hace diez años y pregunté a diferentes cortijeros porqué ponían la mesa en esa posición. La respuesta invariable era que siempre había puesto así".
La madre de Juan Valero, Aurora Valdelvira, todavía sabe anudar el pañuelo de esa manera y tiene recuerdos también de una persona que se arrodillaba y hacía reverencias: "Yo veía hacer eso a un labrador, Lorenzo Castillo Peinado, hará unos sesenta años. Dejaba el tiro del arado a un lado y se agachaba y se levantaba en dirección al Collado de la Rambla, -la dirección de La Meca-. ¿Qué hace éste?, me preguntaba yo".
Aurora coincide con su hijo en que su suegro "tenía muchas cosas de moro". Recuerda su petición de mano y su boda, en que los padres del novio adornaron caballerías con colchas de cama y fueron hasta su cortijo, donde se hizo una fiesta con vino azucarado y dulces. A ella le pusieron un delantal y todos le tiraban dinero en él. Cuando murió la hermana de su padre la amortajaron de blanco y le pusieron un ramo de flores en las manos, y la velaron durante toda la noche. Juan Valero explica que casi todas estas costumbres y muchas otras de Riópar se ven reflejadas en el libro de Gerald Brenan "Al sur de Granada". El escritor inglés vivió en la década de 1920 en un pueblo de Las Alpujarras, Yegen, y describió el carácter y las costumbres de sus gentes.
Cuando Juan López y su hermano ayunaban por Semana Santa, hacían un preparado con harina, que comían antes del amanecer y al anochecer, pero Vene no sabe exactamente qué era. En esos días no fumaban ni tomaban vino. Su padre también comía cerdo aunque a menudo comentaba que no debería hacerlo: Juan Valero explica que el cerdo es fundamental en la alimentación del valle "pero le añaden tantas especias y lo hacen hervir tanto que su sabor queda totalmente desfigurado; el embutido se conserva en aceite de oliva o se mezcla con arroz y piñones". El padre de Juan mataba cerdos, pero en su casa jamás se probó una morcilla; ése embutido era tabú. Vene explica que una tarta hecha con manteca de cerdo tradicional en Riópar en su casa se hacía siempre con manteca de vaca.
Vene tuvo que hacer la comunión como todas los niños del pueblo y su padre se llevó un disgusto; "él jamás entraba en la iglesia". "Mi madre insistió en que la hiciera porque `”si no, nos iban a señalar”, pero yo fui la única que no fue a la catequesis". Con el matrimonio, muerto ya Franco, ya no tuvieron reparos. "Yo no me casé por Iglesia: mi padre no quería", explica. Aunque sí tuvo una pequeña ceremonia casera: Su progenitor hizo unas señas con la mano delante de ella y le dijo: "Salte de la casa y echa el pie derecho hacia delante, y ya serás para él el resto de la vida". Antes le había a advertido: "No te has de casar un día de lluvia o nublado, tiene que estar el cielo claro; Mahoma debe estar radiante”.
Juan López explicaba a su hija que su identidad era postiza. "Nosotros venimos de la raza de los Caravavantes y de los Navalón; perdimos el nombre y nos pusieron otro". En este sentido, Juan Valero tiene muy claro de dónde vienen muchos de los apellidos del valle y la trayectoria que han seguido. "Mi segundo apellido, Valdelvira, es bab elvira (puerta bella) -es famosa la de Granada-, y los que se llamaban así jamás fueron bautizados, lo mismo que los Banegas a los Alarcón, es decir, nunca hicieron la conversión oficial al cristianismo, y eso se sabe en las familias". En Riópar se han conservado también algunos términos árabes particulares, Valero ha recogido más de 200.


El pueblo murciano de Albudeite es quizás el único lugar del antiguo Al Andalus donde ha permanecido el acento propio de los árabes. Sus habitantes conservan una cantinela peculiar que llaman tonillo y, además, no usan el pretérito indefinido (no dicen, por ejemplo, “he estado ”sino “estuve”), un tiempo verbal inexistente en la lengua árabe de sus antepasados. El historiador Juan González Castaño dio con un documento que probaba que Albudeite fue respetado en la expulsión general de los moriscos. “No se sabe por qué razón, pero la cuestión es que aquí se quedó el pueblo entero”, explica el estudioso, que especifica que esto no sucedió en ningún otro lugar de la Península.Murcia fue el último lugar en expulsar a sus moriscos. La conquista se había producido en 1.252 y los descendientes de musulmanes estaban muy asimilados. Ello hizo que desde los estamentos del reino se mandaran súplicas a Felipe II para que les permitiera quedarse, porque la mayoría eran católicos practicantes y tenían buena vecindad con los llamados cristianos viejos. Por esta razón, la expulsión general de 1.609 y 1.610 los respetó, pero el rey, presionado por una parte de los intransigentes del Consejo Real y, de otra, por los defensores de los moriscos, mandó en 1.612 a un dominico (la orden de la Inquisición), Juan de Pereda, para que informara sobre la conducta de los descendientes de musulmanes. El fraile recorrió durante dos meses muchos de los pueblos donde había mudéjares y entrevistó a centenares de personas. Comenzó en el Valle de Ricote (1), poblado casi enteramente por antiguos musulmanes (Cervantes llama, justamente, Ricote al morisco que aparece en el Quijote), y siguió el curso del Segura hasta Murcia. El dominico contabiliza que en Albudeite había 312 mudéjares y sólo seis cristianos viejos. Los moriscos murcianos fueron expulsados a principios de 1.614. Juan González Castaño, que ha publicado el informe de Juan de Pereda explica que “muchos se quedaron camuflados; otros, protegidos por señores y convecinos; otros profesando en conventos deprisa y corriendo…y otros volvieron al cabo del tiempo y reclamaron sus tierras y demás posesiones”. Una mayoría se refugió en el reino de Valencia y luego regresaron a Murcia, donde un informe de agosto de 1.615 explicaba que “hay tantos que parece que no se ha hecho la expulsión”. Esto fue general en todos los reinos peninsulares, donde, sumados a los convertidos de antiguo, se quedaron muchos más de los que se fueron.


José Román Roche.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Os recomiendo La Huella Morisca, el Al-Andalus que llevamos dentro de Antonio Manuel,en él descubriréis muchas más cosas de nuestro legado morisco. Juan Rodríguez.